La vereda
inclinada
por Luis Manuel Claps - 1999
Publicado en el Salón de Lectura de País Cultural, diciembre de 1999
Publicado por la Revista El Mundo del Cuento N 4, enero del 2000
Publicado por la Revista Literaria Letralia, Tierra de Letras
Castañeda tomó su ginebra y encendió un cigarrillo, despreocupado; las tardes de domingo, en Puerto Madryn, transcurrían lentamente, al compás penitente de los años. El bar estaba casi vacío, como era de esperar. La noche sería distinta: dinamizada por algunas prostitutas, atraería a la gente de paso y a quienes, como Losano, la soledad quebrantaba. Vega, porque así lo llaman, entró por la puerta que da a la cocina, saludó a su empleado, hasta mañana, y tomó su lugar detrás de la barra improvisada con tablones sobre caballetes; el trabajo en la noche siempre fue para él.
Gordo, cómo andás?, gritó Castañeda, que volvía
del baño acomodándose los genitales. Oficial, usted por acá tan temprano?,
contestó. Los dos rieron; Vega sirvió dos ginebras, expectante, intrigado. Hubo
un largo silencio, los que estaban desparramados en las mesas se retiraron sin
saludar, fatigados, con andar dudoso. Ah!, carraspeó el oficial, luego de vaciar
el vaso de un trago. Levantó la mirada, desplegando toda la astucia, la
presencia policíaca que podía imponer. Gordo, me querés decir qué es esto...
Castañeda arrojó una tarjeta sobre la barra, como quien juega un ancho de
espadas, como si su mano, que no era más que una pequeña parte de él, pesara
doscientos kilos; Vega miró largamente el cuadrado de cartón, leyó una y otra
vez la inscripción, y su semblante se transfiguró. La guardó disimuladamente en
un bolsillo y sirvió otras dos ginebras; Castañeda agradeció triunfal. De dónde
salió?, preguntó con firmeza, con la misma firmeza con que cortó cualquier
posible réplica. Hace unos días encontramos un cuerpo, por allá por Playa
Paraná, detrás de la curva, ahí nomás, en la arena. Era un muchacho joven, pelo
largo; entonces me avivé: el borrachito ese, Losano, el que trabaja en el
diario; bueno, trabajaba. Debe de haberse pegado un tiro el pobre; eso se lo
encontré encima, era lo único que había.
Carajo,
dijo Vega, pasándose una mano por la cabeza, luego por la barriga. Algunas ideas
comenzaban ya, crecientes, a desfilar por su llano espíritu. El ardor, primero,
ante lo irreversible de la muerte, su carácter de absoluto, ese indefinible
preciso que actualiza la desaparición de alguien cercano. Luego afloró un
instinto de conservación desconocido, inmediato pragmatismo, bar, subcomisario
Castañeda, ginebra, barriga. Pero anterior a su reacción, la dura voz de
Castañeda cortó el espacio. Tranquilo Gordo, el único que sabe de esto soy yo,
todavía no lo comuniqué a la superioridad; serví otra ginebra, nomás. Vega acató
la orden, en silencio. Mirá Gordo, yo no se en qué andaban ustedes, pero no hace
falta ser muy despierto para darse cuenta que la tarjeta te compromete, me hago
entender? Castañeda bajó el tono de la voz. La tarjeta tiene tu dirección, o la
de este bar, que es lo mismo; quiere decir que algo, por lo menos, tenés para
decir. Pero como nos conocemos desde hace tiempo, y el horno no está, como bien
sabés, para bollos con manteca, je... pensé que el asunto no tiene por qué pasar
a mayores, se puede quedar acá. Vega asintió con la cabeza, le costaba escuchar
y ordenar las palabras, desentrañar su sentido. Así que no te preocupes, dejá
todo en mis manos; servime otra ginebra, querés.
Los focos en el techo, opacados por la grasa,
ya encendidos, iluminaban tristemente las paredes. Varios hombres entraron; la
noche empezaba a cerrarse sobre la meseta, y las últimas luces pintaban, con
dulzura, colores pastel sobre la nubes. El viento, finalmente, después de
siglos, el viento... había calmado su espíritu; la meseta parecía otra y
sonreía, digamos, como aquel famoso retrato multiplicado, convertido en puro
volumen. Vega atendió a la gente, y el movimiento del bar, el dinero, las
bromas, lo mantuvieron lejos de su verdugo, del que encarnaba el temblor, la
oscuridad de la tragedia. Cuando las hembras llegaron, paseándose indiferentes
por el bar, con aires de importancia, fue Castañeda el primero en tomar la suya
y llevársela a los fondos, no sin antes dirigir a Vega un gesto de complicidad.
Húmeda tristeza, la que lo invadió humillante, que vino a sumarse a las
restantes, las numerosas que acumulaba su historia.
La noche, es esa noche, lentamente, fue llegando al fin y consumió sus horas. Los últimos paisanos, tambaleándose, abrazados, perdían su figura en la calle bruta y llana, sin dirección. Vega ordenaba algunas cosas, ya dispuesto a cerrar, beber algo e irse a dormir. Entonces Castañeda apareció bajo el marco de la puerta, visiblemente borracho, oscilante. Gordo, vení, le gritó. Vega permaneció en su lugar, inmóvil. Qué quiere ahora, carajo!, contestó. Castañeda empezó a caminar hacia él, muy despacio, un paso sobre el otro, diciendo: me preguntaba gordo, si no te molesta contar, si querés, qué cuerno es eso que dice en la tarjeta, esa Liga de Afortunados... La mueca en la cara de Vega, contenida, no alcanzó a tocar el aire. Caminó hacia el fondo y regresó, apurado, con una carpeta: está todo aquí, en estas páginas... prefiero que las leas vos mismo. Y mientras decía esto, tomó del brazo a Castañeda, lo sacó del bar y lo despidió. La vereda pareció inclinada, a esos ojos cargados, entreabiertos, que intentaban dominarla. La vereda y la verdad se parecieron, pero ya no. Vega cerró la puerta con llave, buscó una botella de vodka y caminó, casi sin pensar, hacia su habitación.