La moneda
y la luna
por Luis Manuel Claps - 1999
Primer Premio, en el Primer Concurso para Jóvenes Cuentistas del XXII Encuentro Patagónico de Escritores, Puerto Madryn, 1999
Publicado por la Revista Dolor y Literatura, noviembre de 1999
Deberé contar, deberé escribir porque no hay nada más y porque es ese el destino que me fue concedido: el de escritor. Puede que lo haga, puede incluso que sea realmente un escritor, y que halla un destino para mi, pero es fácil suponer que no será suficiente, y seguirá habiendo nada más: unas páginas escritas de pretendida literatura y un lector imbécil que olvidará. Diré que se hunden en la arena, sus pasos, y la extensa playa permanece casi oculta, incierta, de la mirada que avanza. Atrás quedó la calle iluminada, el pueblo, sus reflejos, su continuo, cansado movimiento, los sonidos familiares; el aire limpio del mar toca su ánimo y lo envuelve. Deberé contar, camina, atraviesa un límite preciso, marca que inaugura la huella húmeda de la marea plena, el suelo rígido, oscuro, que lo devuelve a su cuerpo. Algas dispersas, pequeños caracoles deshabitados, duros, las manos sujetas en los bolsillos del silencio, gaviotas. La luna sobre el mar tiñe el médano de azul; el horizonte es una línea perfecta, inmóvil, enmarcada por lenguas de tierra y roca erosionada, esa abrupta clausura del terreno. Y la noche inmensa, sin estrellas, las tímidas, breves olas del golfo que rutinarias llegan, rompen, y mueren, lo llevan dócilmente hacia si mismo, a una esfera de la que es centro.
Escritor que en sombra escribe, lector que, como un verdugo, ignora su agonía, las circunstancias, consecuencias, implicancias. Escritor que arriesga todo, hasta la vida, al dar existencia material, en la palabra, a su mismo espíritu, su propia alma; que al hacerlo, inaugura una cadena interminable de posibilidades, de futuros, arrojándose a un vacío. No hay rumbo posible, la dirección precede a su voluntad. Alguna racha de viento le arroja el pelo a la cara, pero no se fastidia, ni lo siente. Camina, comienza lo que nunca se detiene, contempla hipnotizado sus dos universos: el de afuera, el de los elementos, cerrado por la noche solitaria; el de adentro, el íntimo, no menos oscuro y distante. Dos mundos regulados por un péndulo perpetuo, gigante, lento y colosal. La tenue presencia de la luna, allí arriba, en el cielo, se ofrece al diálogo, a un misterioso intercambio. La luna es como la vida, piensa: superficie blanca, concéntrica, iluminada y pura, accesible a los ojos, innegable; aunque también violada, corrompida por la oscuridad, herida de cráteres, mares de sombra absoluta, lugares vacíos de explicación. Un frío súbito lo invade por los pies, un charco: ha llegado al agua sin darse cuenta y putea en voz alta, indiscreto rompe, por un momento, la monotonía de las olas. Supone que ha perdido, justo ahí, carajo!, el control del confuso conjunto, de la inmensa, vana incertidumbre que es su vida. Y allí en la faz que lo vio nacer, la meseta degradada, ese módico escenario, finalmente el presente, abriéndose paso como una derrota, una pérdida esencial.
Porque usted, lector, nunca tendrá dudas; de una página a otra página, a cada párrafo, palabra, letra, mero signo. Usted nunca sabrá que lo escrito pudo volverse cierto, pudo ser cifra de una ecuación real, en la que texto y entidades se penetran. Camina ahora con firmeza, poderoso. La dócil textura del paisaje contrasta, violenta, con el rústico revólver que sostiene; el artefacto, a su vez, contiene balas que esperan ser detonadas, que aguardan pacientes su trágico y milenario destino de penetración. Detiene por fin la marcha, ignora la distancia recorrida; se sienta, se acuesta boca arriba, cierra lentamente los ojos como quien desciende al sueño; luego vuelve a sentarse, observa, enciende un cigarrillo. El humo gris asciende en columnas que se ensanchan, se quiebran y, diluidas, laminadas, desaparecen. Frío, el viento insiste, perpetuo, el viento, insiste, perpetuo, el viento. Decidido, se pone de pie y busca una moneda entre sus ropas. Círculo de metal, la moneda, que parece convocada por la luna, su distante hermana. Cara sí, seca no; o al revés, no importa. En la mano izquierda, el peso sólido, expectante del revólver; en la derecha la enigmática moneda, el gesto hacia arriba, el pulgar que preside el brazo hacia el cielo cerrado, un parpadeo instantáneo, una palabra, ahora un punto, seguir abajo.
Percibe, intuye el permanente giro plateado, la nada y el todo de ese único momento, las fases del péndulo que detiene por fin su ir y venir desesperado; cúspide, descenso, final. Entonces sucedió: cayó de canto, una mitad oculta en la arena, la otra brillando ante el reflejo de la luna.
Mi tarea ha terminado, el escritor ya ha muerto y solo quedamos usted, lector, y yo. No hay nada más, ni habrá nada más. Abrí los brazos y fui, casi, una cruz, o la carne y los huesos de esa cruz. No una risa, una mueca incierta brotó, quizá, incontenible, y me sentí abandonado, desgarrado, lejos de allí. El gatillo opuso una resistencia que pareció excesiva, en tanto nunca antes había empuñado un arma, y la lluvia se desató impune sobre aquel cuerpo, sobre los techos, sobre las grietas.