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Orestes: bajista de bandas madrynenses como Cheapo y San Serafín

 

Achatando 

un estorbo

El código moral de fin del milenio no condena la injusticia, sino el fracaso.  

Eduardo Galeano


por Orestes Macchione

vesubio@sinectis.com.ar

 

 

            Desde tiempos inmemoriales, es sabido que un ente desbanca otro ente y un principio al final anterior, no hay manera de que dos personas se apropien de un mismo destino. Hoy los tiempos no han cambiado, el mundo es un quirófano que opera, extirpa y pare contradicciones. Quién sabe hasta donde, quién hasta cuando? no existe respuesta. Y aunque mantengo excesiva coherencia en mis actos, asoma un futuro amorfo, próximo a partirse en pedazos. Yo, -el que no está, el que no es-, quiero pensar y no puedo, me contiene el fracaso de toda una vida. Si mi espíritu logra escaparse y ser libre por un segundo, regresa agotado, quemado por su inoperancia y calcinado por su lúgubre recuerdo. La estigma, que no comprende nada, resulta densa y sobria como la escarcha de una plaza; tal cual niebla por la mañana, se resuelve junto el carácter intocable de la naturaleza estorbo.

            Por entonces me rehusaba a la historia, nunca había sido importante para integrarla y componer sus falencias. Personalmente, el temor a ser olvidado me corrompía e intrigaba el pensar en como hacer para ser? Los nervios despertaban en vicios virulentos, el próximo  examen sería mi segura derrota; como un movimiento  delator, el fuego que lo quema todo. Novato trémulo, caricia rugosa, tinta que mancha, gris oscuro. No había manera de evitarlo, medité hasta el hartazgo, perdí tiempo valioso y conjeture extraordinarias ideas para luego demolerlas, -sobrevivió una.

            En su casa esperé agachado junto al portón de la calle. Era tarde, medianoche de invierno, frío y sudor. Al verlo cerca, levanté cuidadosamente el adoquín y lo estampé en su cabeza. No fue violento, un solo golpe, luego un río de sangre corriendo en la vereda, el cordón y la calle; el cadáver en el piso; una persiana cerrando y la tranquila huida. Todo un instante, el más intenso y noble; el mas puro; en el que tragué enormes dagas y sufrí incontables vidas, pero resistí lo más duro, el posible fracaso, su eterna extensión.

            Hasta el día posterior no había asimilado la acción como un quiebre mas allá del cual todo sería oscuramente aceptable. Lo cierto es que por la mañana sus alumnos, mis desvalidos compañeros, agolpados y nerviosos escucharon la noticia: el examen se suspendía por el deceso del profesor. No aclararon mas detalles, qué importaba? las respuestas las dará el futuro. Mientras tanto, mantengo el mortal cascote en mi habitación como parte de un fundamento, como expresión de la razón. 

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